| Estrictamente personal Raymundo Riva Palacio 15 de junio de 2007 |
Las cosas más extraordinarias nos hacen diferentes a los mexicanos, aunque por las malas razones
Hay repúblicas que son llamadas bananeras porque su principal producción agrícola se centra en los plátanos. Pero hay repúblicas que son llamadas bananeras por la forma como se comportan sus ciudadanos, que son fácilmente descriptibles porque presumen mucho de lo que no tienen. Los mexicanos, en este sentido, somos inconfundibles. Pensamos ser el centro del mundo y cuando nos sugieren formas que en otros lados han allanado el camino al desarrollo, respondemos que “los mexicanos somos diferentes”. Cómo somos de un código genético distinto y una raza cósmica que jamás hubiera imaginado Darwin no está claro, pero sí somos distintos. Puede ser.
Por ejemplo, cuando viajamos. Reconocemos a las mexicanas en lugares lejanos y exóticos por la forma como se maquillan: fuertes capas de maquillaje y oscuras sombras, con el azul permanente incorporado en lo sombrío de los ojos, sobre los párpados. Nos detestan en más de un aeropuerto. Hace unos días en París, a escasos cinco minutos de abordar el avión a México, una señora y su hija jugaban carreras de relevos sobre qué productos comprar y cuáles dejar porque no se ajustaba al último dinero que traían en la bolsa, lo cual no sería en absoluto memorable, salvo que toda esa operación la hacían en la caja, sin importarles la cola que iba aumentando con cada carrera a los estantes.
Nos ven en muchos lugares como personas folclóricas, o mejor dicho quizás, antropológicamente raras, porque hay legiones de mexicanos viajeros que llevan sus porciones de chile verde para acompañar cualquier tipo de comida, con un irrespeto inconsciente absoluto sobre los sabores, el néctar de la cultura culinaria. Vamos dejando huellas por todos lados. Hace algún tiempo, en una buena tienda de recuerdos en la carretera que lleva a la reservación del Serengueti en el norte de Tanzania, se comentó que por ahí pasan cada año varios hombres muy ricos de Monterrey, que van a las zonas secretas de ese país donde se permite la caza de animales (25 mil dólares cuesta, por ejemplo, cada cabeza de búfalo). Eso no era lo peor. Unos cinco años atrás pasó por ahí un tipo que cuando no le alcanzó el dinero para todas las compras, presumió que era pariente de un presidente y con su labia logró un crédito de 5 mil dólares que, huelga decir, jamás pagó.
Por lustros nuestra figura más emblemática en América Latina fue Chespirito, mientras Rosa Salvaje cautivaba a Rusia y China. En los 80 en Cuba llegaban a suspenderse reuniones locales de los comités del Partido Comunista para que pudieran ver, como muchísimos cubanos, la telenovela Gotitas de sangre. Las cosas fueron cambiando, y los artistas, sin pasar a un segundo término, empezaron a tener competencia por la atención global. Hace poco más de 10 años, un oficial de Migración en el aeropuerto de Kigali, la capital de Ruanda —un país donde la violencia durante la guerra civil alcanzaba tales niveles patológicos que cuando le cortaban la cabeza a sus enemigos, los niños jugaban con ella futbol en las calles— comentó cuando vio el pasaporte mexicano del visitante, sin levantar la mirada: “Ahí sólo hay narcotraficantes”. Hoy, el combate al narcotráfico, Los Zetas y la violencia en México es de lo que más se habla en el mundo, salvo cuando, como en Corea del Sur, lo que más les interesa —y casi lo único que se difunde regularmente en los medios— son las hazañas de Lorena Ochoa.
Nos gusta decir que somos un pueblo portentoso que no tiene parangón, sin hacer mucho para convertirlo en realidad. En los 60, México tenía indicadores económicos que superaban a España y hoy estamos muy lejos de sus niveles de desarrollo. Los brasileños, de quienes sólo pensamos que tienen un futbol mágico y mujeres curvilíneas que lo único que hacen es asolearse en Copacabana, no tienen petróleo, pero tienen plataformas petroleras trabajando en el golfo de México, y una empresa que fabrica aviones que ya es jugadora en la industria internacional. Somos grandilocuentes sobre lo que no hacemos, “porque somos diferentes”.
Cierto. Sólo en un país como México —y casi se puede lanzar el reto de encontrar un ejemplo similar—, podría suceder lo que está pasando en el primer cuadro de la ciudad de México, donde maestros disidentes del sindicato, molestos por la reforma al ISSSTE, manifestaron su inconformidad construyendo pequeños cubos de ladrillo y madera, simulando viviendas de interés social sobre la avenida, sin que la policía los desalojara. “No voy a reprimir, aunque me lo pidan; voy a negociar”, afirmó el jefe de Gobierno del Distrito Federal, confundiendo que no se trata de represión, sino de hace respetar, aunque sea lo mínimo posible, la ley. Pero no es sólo un problema de autoridad. La mexicana es una de las cínicas culturas que han socializado delitos. Sería un pleonasmo ilustrar con el caso de las violaciones viales, pero no así aspectos que como son parte del paisaje cotidiano están asimiladas perfectamente en nuestra mecánica de la mente ilegal, como la piratería, que sin entrar al detalle de su dinámica económica y contribución al tejido social, está tan por debajo de la epidermis mexicana que inclusive conviven diariamente con la policía sin que —salvo en las ocasiones cuando se mezcla con el crimen organizado— sean molestados ni con el pétalo de una llamada de atención.
Pero si existe laxitud en las leyes, también hay normas y regulaciones totalmente absurdas. Por ejemplo, la norma sobre la calidad de la tortilla. Está reglamentado que por cada tortilla se permite, sin sanción, un pelo de rata. También se acepta por cada tortilla un pedazo de insecto, aclarando que no puede darse el caso de un insecto completo porque se imponen multas, pero tampoco especifican si ese pedazo pueden ser cuatro patas y la cabeza, pero sin el tronco invertebrado, o qué tipo de combinación se puede dar para evitar la multa. Existen también los casos de violencia intrafamiliar, donde una mujer puede ser totalmente abusada por su pareja, pero si no llega sangrando o con evidentes muestras físicas del abuso cuando va a presentar la denuncia, la regresan a su casa, frustrada e impotente, porque su dicho no comprueba nada.
Somos campeones de la sinvergüenza y de etnocentrismo superlativo, pero no queremos darnos cuenta. Somos sibilinos. Tenemos lenguajes bien codificados, decimos cosas que en realidad no pensamos ni sentimos, y quien las escucha sabe que ni las pensamos ni las sentimos, pero nos sigue la corriente. ¿O alguien no le ha dicho a una persona que no ve en años lo mucho que le da gusto verla y que le hablará para tomar un café, sabiendo ambos que no es cierto? Nos regodeamos nosotros mismos retroalimentando la fantasía. Al fin y al cabo, somos diferentes. Sí lo somos, ni duda, pero no por las buenas razones. Podemos seguir pensando igual, al fin que lo único que perderemos será el futuro.